Arrastraba lentamente mi cuerpo por
el borde de la cama en un heroico acto por levantarme de ahí; pero cuerpo y voluntad
estaban asincrónicos, sin entenderse y ansiosos por saber que me ocurría.
Mis tendones y articulaciones laxas,
se asemejaban a una suerte de gel denso y homogéneo que paulatina e
irreversiblemente iban perdiendo su
forma original y comenzaban a fundirse a una matriz gelatinosa mayor en la que
se había convertido el colchón y con el mi almohada. Todo mi cuerpo se iba
volviendo una masa amorfa de colágeno anárquico.
A través del humor acuoso que aún
quedaba en mis ojos alcancé a ver mi interior, verificando que ese proceso
mutacional experimentándose en mi cuerpo no había alcanzado aún mi esqueleto y
todos sus huesos.
Rápidamente el instinto en mi
hipotálamo me hizo correr con lo que quedaba de mi hacia mis médulas, en cuyo
interior reinaba el miedo y la incertidumbre; afuera todo se desplomaba paradójicamente
en forma de gel.
La respiración se dificultaba al adentrarme
más y más cuando ya sin oxígeno fui sorprendida y arrastrada hacia mis pulmones
- por lo que quedaba de mi torrente sanguíneo- como en un último intento de
supervivencia.
Ahí intuí el inminente final,
mientras se conjugaban las sales biliares devorándome el páncreas, el cual ya
era un resto de gelatina roja. El espacio se hizo pequeño al paso de los
minutos, no quedando alvéolos ni membranas para protegerme de aquel ataque
geliforme inusitado y cruel; solo un pedazo de pleura que conducía a un hoyo
negro. Sin más salida me deslicé por ella cayendo a un lugar tibio,
extrañamente conocido y muy oscuro, me
acomodé como pude, y en posición fetal permanecí en silencio, inmóvil, mientras
todo sucedía allá afuera. Me inundó una paz absurda, fuera de lugar y
circunstancia; a continuación, un sonido enorme como una campana, seguido de un
silencio ensordecedor que lo llenó todo.
Entendí que era mi ventrículo izquierdo,
tras el impulso de mi último latido cardíaco, mi REFUGIO PERFECTO.