Bajo el signo de abril,

con la piel a la intemperie

Escribo

Escribo porque es catártico, psicodrenante, disentérico, emético, liberador y sanador, me permite “mirar”. Lo terrenal está todo aquí y se “ve”…

Yo quiero “La Mira”

- La mujer de abril -

Eugenio Montejo...quien era un Pájaro

Eugenio Montejo 1938 - 2008





Poeta y ensayista venezolano nacido en Caracas en 1938.

Su poesía se caracterizó por la rica gama textual y el gran dominio de las formas, constituyéndose en un gran representante de la poesía suramericana.


Para Eugenio Montejo"la poesía intenta ser un alfabeto del mundo, una forma de restituir en palabras las voces que oímos emerger de la tierra. Su lenguaje es hedonista y romántico, sensual y simbólico".


Publicó, entre otros, los libros: "Elegos" en 1967, "Muerte y memoria" en 1972, "Algunas palabras" en 1977,
"Terredad" en 1978, "Trópico absoluto" en 1982, "Alfabeto del mundo" en 1986 y "Chamario" en 2003.
Es autor también de importantes ensayos, tales como, "La ventana oblicua" en 1974, "El taller blanco" en 1983, y "El cuaderno de Blas Coll" en 1981.
Recibió importantes galardones por su obra literaria y en el campo diplomático fue embajador de Venezuela en Lisboa durante varios años.
Falleció en junio de 2008.




Poema La Poesía 


La poesía cruza la tierra sola,
apoya su voz en el dolor del mundo
y nada pide
-ni siquiera palabras.
LLega de lejos y sin hora, nunca avisa;
tiene la llave de la puerta.
Al entrar siempre se detiene a mirarnos.
Después abre su mano y nos entrega
una flor o un guijarro, algo secreto,
pero tan intenso que el corazón palpita
demasiado veloz. Y despertamos.




Poema Canción 


Cada cuerpo con su deseo
y el mar al frente.
Cada lecho con su naufragio
y los barcos al horizonte.
Estoy cantando la vieja canción
que no tiene palabras.
Cada cuerpo junto a otro cuerpo,
cada espejo temblando en la sombra
y las nubes errantes.
Estoy tocando la antigua guitarra
con que los amantes se duermen.
Cada ventana en sus helechos,
cada cuerpo desnudo en su noche
y el mar al fondo, inalcanzable.




Dura menos un hombre que una vela...


Dura menos un hombre que una vela
pero la tierra prefiere su lumbre
para seguir el paso de los astros.
Dura menos que un árbol,
que una piedra,
se anochece ante el viento más leve,
con un soplo se apaga.
Dura menos un pájaro,
que un pez fuera del agua,
casi no tiene tiempo de nacer,
da unas vueltas al sol y se borra
entre las sombras de las horas
hasta que sus huesos en el polvo
se mezclan con el viento,
y sin embargo, cuando parte
siempre deja la tierra más clara.


La terredad de un pájaro es su canto...


La terredad de un pájaro es su canto,
lo que en su pecho vuelve al mundo
con los ecos de un coro invisible
desde un bosque ya muerto.
Su terredad es el sueño de encontrarse
en los ausentes,
de repetir hasta el final la melodía
mientras crucen abiertas los aires
sus alas pasajeras,
aunque no sepa a quién le canta
ni por qué,
ni si podrá escucharse en otros algún día
como cada minuto quiso ser:
más inocente.
Desde que nace nada ya lo aparta
de su deber terrestre,
trabaja al sol, procrea, busca sus migas
y es sólo su voz lo que defiende
porque en el tiempo no es un pájaro
sino un rayo en la noche de su especie,
una persecución sin tregua de la vida
para que el canto permanezca.

Poema en video: http://www.youtube.com/watch?v=zkYo0DuOtgA




Letra profunda


Lo que escribí en el vientre de mi madre
ante la luz desaparece.
El sueño de mi letra antigua
tatuado en espera del mundo
se borró a la crecida del tiempo.
Colores, tactos, huellas
cayeron bajo túmulos de nieve.
Sólo murmullos a deshora
afloran hoy del fondo,
visiones en eclipse, indescifrables
que envuelve el vaho de los espejos.
Los ojos buscan en el aire
el espacio donde el alma flotaba
y se pierden detrás de su senda.
Lo que escribí en el vientre de mi madre
quizás no fue sino una flor
porque más hiere cuando desvanece.
Una flor viva que no tiene recuerdo.


Pájaros


Oigo los pájaros afuera,
otros, no los de ayer que ya perdimos,
los nuevos silbos inocentes.
Y no sé si son pájaros,
si alguien que ya no soy los sigue oyendo
a media vida bajo el sol de la tierra.
Quizás es el deseo de retener su voz salvaje
en la mitad de la estación
antes que de los árboles se alejen.


Alguien que he sido o soy, no sé,
oye o recuerda,
si hay algo real dentro de mí son ellos,
más que yo mismo, más que el sol afuera,
si es musical la fuerza que hace girar el mundo,
no ha habido nunca sino pájaros,
el canto de los pájaros
que nos trae y nos lleva.



Sólo la tierra

(A Reynaldo Pérez-So)


Por todos los astros lleva el sueño
pero sólo en la tierra despertamos.


Dormidos flotamos en el éter,
nos arrastran las naves invisibles
hacia mundos remotos
pero sólo en la tierra abren los párpados.


La tierra amada día tras día,
maravillosa, errante,
que trae el sol al hombre de tan lejos
y lo prodiga en nuestras casas.


Siempre seré fiel a la noche
y al fuego de todas sus estrellas
pero miradas desde aquí,
no podría irme, no sé habitar otro paisaje.
Ni con la muerte dejaría
que mis cenizas salgan de sus campos.





La tierra es el único planeta

que prefiere los hombres a los ángeles.
Más que el silencio de la tumba
temo la hora de resurrección:
demasiado terrible
es despertar mañana en otra parte.








LOS ÁRBOLES

Hablan poco los árboles, se sabe.

Pasan la vida entera meditando
y moviendo sus ramas.
Basta mirarlos en otoño
cuando se juntan en los parques:
sólo conversan los más viejos,
los que reparten las nubes y los pájaros,
pero su voz se pierde entre las hojas
y muy poco nos llega, casi nada.





Es difícil llenar un breve libro

con pensamiento de árboles.
Todo en ellos es vago, fragmentario.
Hoy, por ejemplo, al escuchar el grito
de un tordo negro, ya en camino a casa,
grito final de quien no aguarda otro verano,
comprendí que en su voz hablaba un árbol,
uno de tantos,
pero no sé qué hacer con ese grito,
no sé cómo anotarlo.









GUARDA SILENCIO ANTE EL POEMA

Guarda silencio ante el poema,

circula entre sus versos, no interrumpas el paso.
Es casi una oración atea, pero es una oración.
Desde que nace los hombres se congregan
y repiten en sueño sus palabras.
Es como si quedara algo sagrado
sobre la tierra todavía,
el misterio los junta a cada instante.
Tal vez rechaces tanta ceremonia
o te colme el ritual que los convoca,
da lo mismo. No hables.
Descifra despacio cada letra
como quien oye un gallo a medianoche
y siente que su canto, en vez de gritos,
es el pregón de un obituario.
Indaga si tu nombre acaso se menciona,
si para ti también ya cantó el gallo.
Adiós al siglo XX, 1992.





Escritura


Alguna vez escribiré con piedras,
midiendo cada una de mis frases
por su peso, volumen, movimiento.
Estoy cansado de palabras.


No más lápiz: andamios, teodolitos,
la desnudez solar del sentimiento
tatuando en lo profundo de las rocas
su música secreta.


Dibujaré con líneas de guijarros
mi nombre, la historia de mi casa
y la memoria de aquel río
que va pasando siempre y se demora
entre mis venas como sabio arquitecto.


Con piedra viva escribiré mi canto
en arcos, puentes, dólmenes, columnas,
frente a la soledad del horizonte,
como un mapa que se abra ante los ojos
de los viajeros que no regresan nunca


Amantes


Se amaban. No estaban solos en la tierra;


tenían la noche, sus vísperas azules,
sus celajes.


Vivían uno en el otro, se palpaban


como dos pétalos no abiertos en el fondo
de alguna flor del aire.


Se amaban. No estaban solos a la orilla


de su primera noche.
Y era la tierra la que se amaba en ellos,
el oro nocturno de sus vueltas,
la galaxia.


Ya no tendrían dos muertes. No iban a separarse.


Desnudos, asombrados, sus cuerpos se tendían
como hileras de luces en un largo aeropuerto
donde algo iba a llegar desde muy lejos,
no demasiado tarde.




Vuelve a tus dioses profundos

                 Vuelve a tus dioses profundos;
                 están intactos,
                 están al fondo con sus llamas esperando;
                 ningún soplo del tiempo las apaga.
                 Los silenciosos dioses prácticos
                 ocultos en la porosidad de las cosas.
                 Has rodado en el mundo más que ningún guijarro;
                 perdiste tu nombre, tu ciudad,
                 asido a visiones fragmentarias;
                 de tantas horas ¿qué retienes?
                 La música de ser es disonante
                 pero la vida continúa
                 y ciertos acordes prevalecen.
                 La tierra es redonda por deseo
                 de tanto  gravitar;
                 la tierra redondeará todas las cosas
                 cada una a su término.
                 De tantos viajes por el mar
                 de tantas noches al pie de tu lámpara,
                 sólo estas voces te circundan;
                 descifra en ellas el eco de tus dioses;
                 están intactos,
                 están cruzando mudos con sus ojos de peces
                 al fondo de tu sangre.





Alfabeto del mundo

                 En vano me demoro deletreando
                 el  alfabeto del mundo.
                 Leo en las piedras un oscuro sollozo,
                 ecos ahogados  en torres y edificios,
                 indago la tierra por el tacto
                 llena de ríos, paisajes y colores,
                 pero al copiarlos siempre me equivoco.
                 Necesito escribir ciñéndome a una raya
                 sobre el hilo del horizonte.
                 Dibujar el milagro de esos días
                 que flotan envueltos en la luz
                 y se desprenden en cantos de pájaros.
                 Cuando en la calle los hombres que deambulan
                 de su rencor a su fatiga, cavilando,
                 se me revelan más que nunca inocentes.
                 Cuando el tahúr, el pícaro, la adúltera,
                 los mártires del oro o del amor
                 son sólo signos que no he leído bien,
                 que aún no logro anotar en mi cuaderno.
                 Cuánto quisiera, al menos un instante
                 que esta  plana febril de poesía
                 grabe en su transparencia cada letra:
                 la o del ladrón, la t del santo
                 el gótico diptongo del cuerpo y su deseo,
                 con la misma escritura del mar  en las arenas,
                 la misma cósmica piedad
                 que la vida despliega ante mis ojos.






Ningún amor cabe en un cuerpo solamente

Ningún amor cabe en un cuerpo solamente,
aunque abarquen sus venas el tamaño del mundo;
siempre un deseo se queda fuera,
otro solloza pero falta.
Lo sabe el mar en su lamento solitario
y la tierra que busca los restos de su estatua;
no basta un solo cuerpo para albergar sus noches,
quedan estrellas fuera de la sangre.
Ningún amor cabe en un cuerpo solamente,
aunque el alma se aparte y ceda espacio
y el tiempo nos entregue la hora que retiene.
Dos manos no nos bastan para alcanzar la sombra;
dos ojos ven apenas pocas nubes
pero no saben dónde van, de dónde vienen,
qué país musical las une y las dispersa.
Ningún amor, ni el más huidizo, el más fugaz,
nace en un cuerpo que está solo;
ninguno cabe en el tamaño de su muerte.





Café

© Eugenio Montejo

(Del libro Alfabeto del mundo)

                                                           A Francisco Pérez Perdomo



 Al dibujar cada palabra,

detrás de su color, ritmo, latido,

siempre soñé dejar llena, secreta,

alguna taza de café

que se beba entre las líneas.



Café con el aroma de las horas

y la mesa en el aire

donde al primer hervor los vivos y los muertos

levitemos.

Amable duende que nos sigue por el mundo

 con densas vaharadas. Café natal, sentimental,

¿qué pruebo en su sabor, qué bebo?

–A grandes sorbos bebo tiempo,

bebo mi vida gota a gota,

la que he perdido y vuelve, la que queda

humeante aún ante mis ojos, esperándome.



Café del alba, amargo, recién hecho,

que nos trae a la cama

algún canto remoto del gallo.



Café de las ciudades fugaces, imprevistas,

que sabe a las voces de su gente,

al rumor de sus ríos imaginarios.



El café gris de las estatuas en la lluvia,

tan frío en su boca de mármol.



El café azul del pájaro,

el verde inmenso de los soleados platanales

y el café de los ausentes,

dormido en nuestra sangre.



Sólo para avivar su aroma escribo a tientas

al dictado del fuego.

Sólo para servirlo siempre dejé oculta

alguna taza que se beba entre líneas,

detrás de mis palabras.



Mi amor

En otro cuerpo va mi amor por esta calle,
siento sus pasos debajo de la lluvia,
caminando, soñando, como en mí hace ya tiempo...
Hay ecos de mi voz en sus susurros,
puedo reconocerlos.
Tiene ahora una edad que era la mía,
una lámpara que se enciende al encontrarnos.
Mi amor que se embellece con el mal de las horas,
mi amor en la terraza de un café
con un hibisco blanco entre sus manos,
vestida a la usanza del nuevo milenio.
Mi amor que seguirá cuando me vaya,
con otra risa y otros ojos,
como una llama que dio un salto entre dos velas
y se quedó alumbrando el azul de la tierra.



La Vida.
A Vicente Gerbasi.

La Vida toma aviones y se aleja;
sale de día, de noche, a cada instante
hacia remotos aeropuertos.

La Vida se va, se fue, llega más tarde;
es difícil seguirla: tiene horarios
imprevistos, secretos;
cambia de ruta, sueña a bordo, vuela.

La Vida puede llegar ahora, no sabemos,
puede estar en Nebraska, en Estambul,
o ser esa mujer que duerme
en la sala de espera.

La Vida es el misterio en los tableros,
los viajantes que parten o regresan,
el miedo, la aventura, los sollozos,
las nieblas que nos quedan del adiós
y los aviones puros que se elevan
hacia los aires altos del deseo.






Jardín intacto.

Allí magnolias, tulipanes, sombras
de pétalos palpables. Aquí los senos,
el ombligo, la voz, el áureo pubis,
tu risa y las adelfas, brazos, lotos,
nenúfares en torno de tu cuello
y la noche zumbando en los pistilos…
Astros que queman en tu piel, gardenias,
tactos de orquídeas, suave olor, jadeos,
ceguedad de ese Dios que se derrama
en cada efímera corola. Y las espinas
de tanto en tanto. Pero también lirios,
y dalias otra vez, todo en tu carne.
Jardín intacto, puro y hasta pútrido,
como tal vez ocurra en ese instante
cuando fermenta el tiempo en el espanto
y acelera la flor hasta ser mustia.
Jardín con el ayer, el hoy, el nunca
y el hambre ciega de un veloz deseo,
llenándote los ojos en un éxtasis

que jamás se ha saciado.

El naufragio.

El naufragio de un cuerpo en otro cuerpo
cuando en su noche, de pronto, se va a pique…
Las burbujas que suben desde el fondo
hasta el bordado pliegue de las sábanas.
Negros abrazos y gritos en la sombra
para morir uno en el otro,
hasta borrarse dentro de lo oscuro
sin que el rencor se adueñe de esta muerte.
Los enlazados cuerpos que zozobran
bajo una misma tormenta solitaria,
la lucha contra el tiempo ya sin tiempo,
palpando lo infinito aquí tan cerca,
el deseo que devora con sus fauces,
la luna que consuela y ya no basta.
El naufragio final contra la noche,
sin más allá del agua, sino el agua,
sin otro paraíso ni otro infierno
que el fugaz epitafio de la espuma
y la carne que muere en otra carne.


Creo en la vida.

Creo en la vida bajo forma terrestre,
tangible, vagamente redonda,
menos esférica en sus polos,
por todas partes llena de horizontes.

Creo en las nubes, en sus páginas
nítidamente escritas,
y en los árboles, sobre todo en otoño.
(A veces creo que soy un árbol.)

Creo en la vida como terredad,
como gracia o desgracia.
-Mi mayor deseo fue nacer,
a cada vez aumenta.

Creo en la duda agónica de Dios,
es decir, creo que no creo,
aunque de noche, solo,
interrogo a las piedras,
pero no soy ateo de nada
salvo de la muerte.





Milagro Puro
"Y este milagro de ser aquí la vida
sin saber ¿qué es vigília y qué es sueño?,
hasta que sople la noche y nos apague.

El milagro de verla, de sentirla
y con ella en los ojos, en las manos,
asir lo que nos da, lo que contiene,
para que vaya y vuelva con su música.

De lo que soy a lo que eres,
de tus palabras a las mías.
El sólo paso palpitante
de su sangre en nuestras venas.

La rotación de su misterio
en la galaxia de las cosas,
para que gire la gran rosa en el espacio
y nuestros cuerpos se encuentren en la tierra.

Cada cual con el grito de su llama,
cada cual en su tiempo, sin tiempo.
Hasta que el rayo que llega desde tan lejos
por un instante cruce nuestra carne
y nos ate los sueños su relámpago." 


Tributo a Montejo: 



https://www.youtube.com/watch?feature=player_embedded&v=EH3iTtmphq4#!

  





Eugenio Montejo, luminoso y cósmico


Pablo Mora
Profesor Titular, JubiladoUNET San Cristóbal, Táchira, Venezuela







Resumen: Somera aproximación a los intríngulis de la poesía de Eugenio Montejo a partir de algunos pronunciamientos críticos emitidos en ocasión de su reciente fallecimiento.Palabras clave: Eugenio Montejo, poesía venezolana contemporánea.

El gallo o lo que queda de su canto,… recolectando aquí y allá de la intemperiegranos azules caídos de los astros.Eugenio Montejo, A la luz de Eugenio Montejo

No vio a Manoa ni halló sus torres en el aire, ningún indicio de sus piedras. Nada vio parecido a Manoa ni a su leyenda. Anduvo absorto detrás del arco iris que se curva hacia el sur y no se alcanza. Toda mujer que amamos se vuelve Manoa sin darnos cuenta. Manoa no es un lugar sino un sentimiento. Manoa es la otra luz del horizonte, quien sueña puede divisarla, va en camino, pero quien ama ya llegó, ya vive en ella.
En los llanos estuvo, tierra adentro, hacia el alba de soles salvajes, donde la única montaña es uno mismo o su caballo. Donde la vida nos madruga y hay que salir a galopar hasta alcanzarla, aunque su rastro se pierda en lejanías y crucemos a veces sin verla, o quedé atrás, fija en el vuelo de lentos gavilanes. Nada trajo consigo (quien va a los llanos sabe que no puede traerse nada que sobreviva en las ciudades) salvo sensaciones, asombros, poesía y la mirada recta de los hombres, la mirada natal de aquellos horizontes cortados a navaja.
Sus mayores le dieron la voz verde y el límpido silencio que se esparce allá en los pastos del lago Tacarigua. Ellos van a caballo por las haciendas. El es el horizonte de ese paisaje donde se encaminan. Oye los sones de sus roncas guitarras cuando cruzan el polvo y recorren su sangre a través de un amargo perfume de jobos. Bajo su sangre se ven unos a otros tan nítidos que puede contemplarlos. Y si habla solo, son ellos quienes hablan en las gavillas de sus cañamelares. El es el muro tenso donde está fija su hilera de retratos. Sus mayores van y vienen por su cuerpo, son un aire sin aire que sopla del lago, un galope de sombras que desciende y se borra en lejanas sementeras. Por donde va lleva la forma del vacío que los reúne en otro espacio, en otro tiempo. El es el campo donde están enterrados.
Me dejaron solo a la puerta del mundo, poeta expósito cantándome a mí mismo, un día de otoño, hace ya mucho tiempo. De un golpe seco me arrancaron a la nada, tronchado de raíz, con dos ojos abiertos y un grito, el hondo grito de quien soñó ser pájaro y no trajo las alas para el vuelo. Se fue rodeando del misterio terrestre donde aún no sabe si vive o sueña, si al fin la muerte vendrá en un torbellino que le arroje mañana ante otra puerta. No adivina su origen, su futuro, aunque por sangre es fiel a las palabras y puede jurar que cuanto escribe proviene como él de algo muy lejos. Poeta expósito, errando a la intemperie, su único padre es el deseo Y su madre la angustia del huérfano en la tierra.
Ya yo fui Eugenio Montejo -dice en final provisorio-, poeta sin río con un nombre sin equis, atormentado transeúnte en esta ciudad llena de autos. El silencio de las cosas azules que se desprenden en esferas nítidas tomó el lugar de mis palabras. Ya dibujé todas las nubes de mi espejo en un mapa de muerte y deseo, tuve dos, tres amores, amé la noche de sus cuerpos, oscureciéndome en cada mujer, detrás del sueño inalcanzable de sus astros. Ya yo fui Eugenio Montejo, el falso mago de bosques invisibles que convertía en vocales verdes la densa luz de mis árboles amigos. Volveré a serlo un día, alguna vez, quién sabe… Ahora deambulo contemplando las piedras que se amontonan en altos edificios zambullido en su atónito paisaje. ¡Qué más da! Los muros nos tapian el mundo y el viento corre ya tan lejos que cada palabra en esta hora es sólo un roto papagayo esperando un milagro final para elevarse. [1]
Estar aquí por años en la tierra,/ con las nubes que llegan con los pájaros,/ suspensos de horas frágiles. / A bordo, casi a la deriva,/ más cerca de Saturno, más lejanos,/ mientras el sol da vuelta y nos arrastra/ y la sangre recorre su profundo universo/ más sagrado que todos los astros.// Estar aquí en la tierra: no más lejos/ que un árbol, no más inexplicables,/ livianos en otoño, henchidos en verano,/ con lo que somos o no somos, con la sombra,/ la memoria, el deseo, hasta el fin/ (si hay un fin) voz a voz,/ casa por casa,/ sea quien lleve la tierra, si la llevan,/ o quien la espere, si la aguardan,/ partiendo juntos cada vez el pan/ en dos, en tres, en cuatro,/ sin olvidar las sobras de la hormiga/ que siempre viaja de remotas estrellas/ para estar a la hora de nuestra cena/ aunque las migas sean amargas. (Terredad).

Junto a un cabo de vela
Nacido en Caracas en 1938, fallecido el 6 de junio de 2008, Eugenio Montejo, cofundador de importantes publicaciones, entre ellas Poesía, reivindica para la lírica latinoamericana la abolición de las fronteras políticas: pues pertenecemos más a nuestra época que a nuestro país, hay familias poéticas, identidades verbales que no siempre coinciden con las demarcaciones geográficas. Para Guillermo Sucre: “La poesía de Montejo se ha caracterizado por el espesor y la rica gama textual, aun por la recreación naturalista y mítica. Además de la pasión constructiva y el casi perfecto control del desarrollo del poema, que excluye lo divagatorio y deshilvanado. Cualquier poema suyo parte de un punto y vuelve a él, pero para enriquecerlo, para dejarnos ver la amplitud de su recorrido y las sucesivas relaciones que va generando. Es, además, de los pocos poetas hispanoamericanos de hoy que tienen un sentido tan exigente de las formas verbales, su pasión constructiva.” Para Francisco Rivera: “Añoranza del sol, del aire, del caballo, la vuelta a la tierra de Montejo, poeta de tensiones en busca de equilibrio, poeta de lo actual que viene de tiempos muy remotos y que a esos tiempos quiere regresar, está marcada por la conciencia de lo pasajero.”
La suya es una poesía de la conciencia de lo efímero, de la desposesión, de la nostalgia de un pasado personal que lo lleva a la búsqueda de sus primeras fuentes. El pájaro y el árbol; el despojo y la errancia; el regreso y la permanencia; la trashumancia, la terredad, son símbolos constantes que evocan su primigenio peregrinar cósmico-familiar. Poesía intimista-universal, exalta los sueños del orbe a partir de la caótica quejumbre humana.
De ahí que nos insista en volver a los dioses profundos; en deletrear el áspero silencio en la inmediatez y la trascendencia, en la soledad del horizonte, en el silencio redondo de la tierra, en el sonido forestal del mundo, en el rumor de alguna vieja caracola, en el canto de un gallo muerto en otro siglo, en el alumbraje, la resilencia o la “nostalgia cósmica”, “para estar a la hora en nuestra cena/ aunque las migas sean amargas.”
La poesía de Eugenio Montejo ha ido creciendo con un rigor y una disciplina ejemplares, desde los años sesenta. Inscrita en la corriente de la poesía cósmica, la obra de Montejo forma parte de un movimiento internacional que ha venido siendo denominado postvanguardismo. La poesía -ha dicho Eugenio Montejo- asume hoy, en nuestra era industrial, una condición subterránea que en su replegamiento encarna la esencia que toma el lugar de la creencia abandonada de Dios como redención de la vida. Ante una desvalorización de la conciencia en el plano público, la gente necesita verdades de las cuales aferrarse, y una de ellas es la poesía, porque le ofrece una verdad. La poesía es una verdad.
“La definición que damos de la poesía -le responde Montejo a María Alejandra Gutiérrez- suele cambiar a lo largo de los años. Y esos cambios tal vez subrayen nuestra incertidumbre ante lo que es por esencia indefinible. Hoy tiendo a decir, quizá privilegiando su rasgo de diálogo con el enigma, que se trata de un melodioso ajedrez que jugamos con Dios en solitario. Me doy cuenta ahora, sin embargo, de que en el juego de ajedrez se procura a toda costa ser ganador. En este otro ajedrez que menciono nada se desea ganar ni perder, y tal vez por ello resulte tan atractivo.” [2]
Sus libros de poesía son: Élegos (1967), Muerte y memoria (1972), Algunas palabras (1976), Terredad (1978), Trópico absoluto (1982), Alfabeto del mundo (1986), Alfabeto del mundo (Antología) (1988), Adiós al siglo XX (1992) Partitura de la cigarra ( 1999) y Tiempo transfigurado (Antología poética). Es autor también de dos colecciones de ensayos: La ventana oblicua (1974) y El taller blanco (1982); así como de algunas publicaciones heteronómicas, entre las que sobresalen: El cuaderno de Blas Coll (1981).
Obtuvo el Premio Nacional de Literatura en 1998 y el Premio Internacional Octavio Paz en 2004. En el veredicto de este último galardón el jurado señaló: “En estos tiempos cuando todo conspira para aumentar la desarmonía del mundo, el poeta nos recuerda que hay que volver a los dioses profundos, y que la música del ser es disonante, pero la vida continúa”.
Su nombre cobró notoriedad por la mención de unas versos de uno de sus poemas en la película 21 gramos, dirigida por el mexicano Alejandro González Iñárritu. Allí Sean Penn recitó: “La tierra giró para acercarnos/ giró sobre sí misma y en nosotros/ hasta juntarnos por fin en este sueño”.
Cierta noche junto a un cabo de vela, nos dejo dicho: “La poesía cruza la tierra sola,/ apoya su voz en el dolor del mundo/ y nada pide/ -ni siquiera palabras.// Llega de lejos y sin hora, nunca avisa;/ tiene la llave de la puerta./ Al entrar siempre se detiene a mirarnos./ Después abre su mano y nos entrega/ una flor o un guijarro, algo secreto,/ pero tan intenso que el corazón palpita/ demasiado veloz. Y despertamos.”(La Poesía).
Gustavo Guerrero, poeta, crítico y profesor de Literatura en París, lamenta la muerte del “príncipe de la poesía venezolana”: “Ha fallecido la figura más reconocida y más exaltante de la poesía en los últimos años. Es una de las grandes voces del neolirismo en lengua española y, sin duda, un poeta de sutiles y muy profundas emociones, un hombre capaz de suscitar la verdad de la emoción”, manifestó. [3]

La leve terredad del poema
De la terredad enarbolada por Montejo, señala Rafael Rattia: “Con apenas 69 años de intenso y hondo trasegar un singularísimo periplo vital el poeta edificó un corpus scriptum de indudable condición transgenérica. Aunque, también sin duda, su impoluta gesta creadora sobresalió con creces en el género poético; no por ello dejó de brillar, ex aequo, con sui generis hondura y fascinación en el campo de la ensayística e incluso alcanzó cotas, nada desdeñables, de respeto y admiración en el movedizo terreno de la crítica y la traducción literaria.”
“Con la lucidez nada distante que caracterizó a Fernando Pessoa, Montejo, su igual, se desdobló en no se sabe en cuántos heterónimos; Eduardo Polo, Blas Coll… fueron cara y sello de un mismo y distinto “alter ego” que supo resguardar la inveterada pulcritud de las formas expresivas al tiempo que forjó una Obra de poquísima similitud en nuestro orbe hispanohablante. El poeta siempre fue consciente de haber alcanzado el Absoluto; la revelación esencial mediante la escritura del poema. No obstante, supo con igual hidalguía mantener una humildad sólo comparable a la imperturbabilidad del mineral. Lidió a brazo partido con la insoportabilidad de la conciencia y su instantaneidad en la fugaz chispa del existir. Hizo suyo el credo ramosucreano de “vivir es morirse”. Cuando pudo lo escribió para que sus lectores, él estaba consciente le sobreviviríamos, no dejáramos de confirmarlo, “el canto (el poema) siempre estará por encima de la escritura”. En cierta ocasión dijo: “Alguna vez escribiré con piedras/ midiendo cada una de mis frases/ por su peso, volumen, movimiento/ Estoy cansado de palabras.” (Escritura) [4]

Embusterías de Eugenio Montejo
Mery Sananes le dedica una de sus embusterías: “Porque cada vez que se nos va alguien que sabe dialogar con el tiempo, con el paisaje, con el ala de las aves, con la tierra, la ausencia y el amor, es como si se hubiese extinguido un bosque, secado una corriente portentosa de agua, clausurada una ilusión. A menos que salgamos a ejercer nuestro propio oficio de alquimista.
Porque cada vez que la pupila incandescente de un niño se reinstala en la retina de un transeúnte, y es capaz de reentablar la conversa detenida con todo aquellos que lo rodea, las flores, las mariposas, los insectos, los árboles, para de allí aprehender ese alfabeto del mundo que le permita, voltear a ver el rostro del hombre que camina en desasosiego a su lado, casi imperceptible, y darle, como quería Vallejo, un abrazo de hermanos, cada vez que eso ocurre el poeta renace y la vida despierta. Hasta que todos alcancemos ese don que nos pertenece por esencia y condición.
Ojalá el tiempo y la capacidad que no tuvimos de irnos a sentar junto a su melancolía para trazar juntos esas razones esenciales y definitivas que convierten ‘La tierra en el único planeta que prefiere los hombres a los ángeles’, nos sirva hoy para ese recorrido impostergable por la esperanza que nos permita al fin hacer ese deslinde definitivo entre los floricultores y los sepultureros, hasta que nazca al fin natural y espontáneo, colectivamente, esa clave en temple de bosque y vuelo de tempestades que requerimos para comenzar a ser en verdad hombres humanos.
Por su propio Autorretrato Dormido, sabemos que se fue con sus pájaros, hacia el mar incansable y la noche, hacia un horizonte inmenso que ya no partirá el mundo con un cuchillo largo, sino que lo andará zurciendo con sus hilos hechos de fibras de piedras, que habrá regresado la silla a su lejano árbol, tal vez al encuentro de ese otro planeta errante que gira alrededor de sí mismo, donde lo aguarda el amor de los amantes, residente por siempre de la tierra, único lugar donde en verdad se abren los párpados. Y allí en esos sitios estableceremos el diálogo en el calendario de los días vividos.” [5]

El tiempo y la muerte en la poesía de Eugenio Montejo
Del tiempo y la muerte en la poesía de Eugenio Montejo, sostiene Enrique Vitoria Vera:
“Para el poeta venezolano Eugenio Montejo el tiempo es lugar y la vida muerte, sin contradicciones, concurrentemente, uno y otro, ambas, son motivos suficientes y valederos para que la emoción madura del poeta tome rumbos que trascienden lo fugaz y lo estado, su aquí es el mañana, su allá el entonces: la muerte es vida por vivir, el tiempo espacio para dejar de ser.
Sin ambigüedades, el escritor, terminante y prolijo en comparaciones, concluye que -paradójicamente- el hombre dura menos que una vela, que un árbol, que una piedra, que un pájaro, que un pez fuera del agua: “casi no tiene tiempo de nacer… / Y sin embargo, cuando parte / siempre deja la tierra más clara.”
La muerte en la obra poética temprana de Montejo conquista un calendario personal que discurre ciertamente más allá del tiempo, se instala ubicua en los versos del poeta como una posibilidad, como un recuerdo, y sobre todo, como un homenaje a los que se fueron para continuar estando, a los que aún viven pero con toda certeza partirán, como es el caso del propio poeta.” [6]

Música de gallo
Dentro de las figuras emblemáticas de Montejo: los árboles, las lámparas, las cigarras, los pájaros, la terredad, cobra primacía la del “gallo”, el que a modo de ritornello musicaliza toda su obra. Así como al amor lo hilvana permanentemente con el cosmos, el gallo luminosamente signa la inmediatez, la trascendencia, el alumbraje, la nostalgia cósmica. Es como si a cada instante asistiera y asistiéramos a la primera celeste madrugada cósmica. El gallo llena, explica a lo largo del mundo y, así, a lo largo de su obra. Puede estar en otro sitio, ser de otro siglo. Podemos asistir a un canto sin gallo, canto puro, cortante, en el alba de la tierra. A él a quién le quedó un gallo por oír, entre “música de gallo”, en coito con muerte y espuelas, lo imaginamos, bien plantado, “recolectando aquí y allá de la intemperie / granos azules caídos de los astros.”








El signo arbóreo

Alberto Quero

1. Sobre los signos
Duda uno cómo comenzar a hablar acerca de una obra como la de Eugenio Montejo. Duda uno no solamente por la evidente vastedad de este trabajo poético como por las muchas posibilidades que su lectura ofrece. Sea como sea, tengo para mí que lo primero que se debe hacer –y a ello se consagrarán los esfuerzos inmediatos– es traducir la forma en la que el poeta suele presentar el resultado de su labor.


El hacedor
Empezaré diciendo que Montejo bien puede ser incluido en ese grupo de poetas sumamente meticulosos y ordenados a la hora de escribir. Así, pongamos por ejemplo, cómo se encuentra uno con libros como “Élegos”, donde a pesar de que el tono del libro es en general triste, la expresión es siempre calma y mesurada. Pocas cosas hay en la vida más duras que la pérdida fraternal; es por eso que no extraña que las metáforas mejores le sean destinadas al tema de la muerte del hermano. Es también profundamente significativa la forma del texto, en la cual se narra –con pasmosa claridad, por cierto- todo el proceso de ausencia de Ricardo. Mas a pesar de que Montejo nos habla con la voz entrecortada propia de quienes acaban de sufrir un vacío –irreparable, como todos, pero acaso más doloroso por tratarse de alguien así de cercano– lo hace con lucidez, de modo de no permitir que lo interno se desborde y opaque al lirismo, virtud fundamental suya.

De tal modo, la forma en la que Montejo dice el mundo está preñada de un cuidado extremo, a fin de evitar caer en meros ejercicios de confesión. Véase por ejemplo el siguiente fragmento:  
Mi hermano ha muerto, sus huesos yacen / caídos en el polvo. Sin ojos con qué llorar / me habla triste, se sienta en su muerte / y me abraza con su llanto sepultado/ (...) / El rey Ricardo está muerto. Sus pasos / de oro amargo resuenan en mi sangre / donde caminan con fragor de tormenta / Su nombre estalla en mi boca como la luz (Élegos). 
En algunas ocasiones se ha hecho evidente, por palabras del mismo poeta, su forma de trabajar. El siguiente texto corrobora lo dicho: 
Escribo muy lento, muy lento / muevo una palabra y después la otra (Adiós al siglo XX).
Años más tarde dirá algo semejante: 
Escribo tarde. Es medianoche / (...) /Escribo tarde. Los gallos cantan demasiado... (Partitura de la Cigarra).
Una de las señales inequívocas de madurez creativa es la capacidad que adquieren los artistas para hablar acerca del trabajo que hacen. Es, por tanto, tremendamente significativo lo que dice Montejo: no qué es para él la poesía sino cómo llega hasta su arte, cómo lo aprovecha y cuántas posibilidades vitales obtiene a partir de su relación con él.  
Llega de lejos y sin hora, nunca avisa; / tiene la llave de la puerta. / Al entrar siempre se detiene a mirarnos: / Después abre su mano y nos entrega / una flor o un guijarro, algo secreto (La Poesía). 
Es indudable que es ese “algo secreto” lo que le interesa a Montejo. Lo que vale no es si lo secreto es guijarro o flor, sino que está allí, que se puede asir gracias a las palabras y a sus infinitas relaciones con el mundo. La importancia capital del poema no reside, pues, en sí mismo, sino en sus posibilidades para ser puente hacia algo más, hacia algo tremendo y constante que cada ser lleva en lo más íntimo. Y es este el supremo ars.

Montejo asume la postura de dejar que la poesía llegue, invada, sorprenda. Y es evidente, además, que él lo hace por auténtica convicción, por verdadero respeto hacia lo sublime y lo trascendente. No en vano ha dicho nuestro poeta que la poesía es la última religión que nos queda. Precisamente esto es lo que afirma en los versos siguientes: 
Es como si quedara algo sagrado / sobre la tierra todavía / el misterio los junta a cada instante (Ídem). 
En pocas palabras, puede uno percibir claramente que la posición suya es, sin duda, franca y auténtica. Por eso le recomienda al lector que guarde silencio frente al poema. No cabe duda, dicho sea de paso, que versos como los que de inmediato transcribiremos bien los pudo haber estado pensando para sí mismo, y que ese “tú”, esa segunda persona a la que está dedicado el poema no sea más que el propio creador, desdoblado. Exactamente eso transmiten estas palabras: 
Guarda silencio ante el poema / circula entre sus versos, no interrumpas el paso/ (...) / Tal vez rechaces tanta ceremonia / o te colme el ritual que los convoca, / da lo mismo. No hables. / Descifra despacio cada letra / como quien oye un gallo a media noche... (Ídem). 
Delante de la creación literaria es mejor no hablar, no buscar explicaciones ni interrogar demasiado. Aunque un poema es obra de uno mismo, no cabe duda de que la poesía –en algún momento– se hace exterior al escritor, lo sobrepasa, lo excede. Por tanto debe uno saber que la forma de acercarse a la obra (aún a la que uno mismo ha escrito) es siempre la misma: en silencio. Y es mejor acostumbrarse, no vale la pena ser renuente. Sin embargo, eso que desborda al escritor –y al lector– es controlable. El hecho de ser colmado por la intensidad de las palabras y de la literatura, lejos de ser excusa para caer en aspavientos, es precisamente lo que llama a la circunspección. Es claro, pues, cómo Montejo logra lo que declara. Estamos, obviamente, frente a un proceso complejo, paciente y lleno de profundo celo por la palabra. Dice Octavio Paz (1987:94) que “al afirmar la primacía de la inspiración, la pasión y la sensibilidad, el romanticismo borró las fronteras entre el arte y la vida: el poema fue una experiencia vital y la vida adquirió la intensidad de la poesía”.
Así, es fácil advertir la frecuente alternancia entre los signos que el poeta ya ha comenzado a madurar y la aparición progresiva de nuevos símbolos. No quiere esto decir que el bardo se olvide de sus viejos nortes. Muy por el contrario: existen ciertos referentes que se repetirán constantemente y servirán de base para todos los textos. Así pues, la obra de Montejo semeja una pirámide que se va formando y constituyendo sobre los ladrillos que han sido colocados primero. Sobre éstos irá descansando otra capa de significados que no arropa a la primera, sino que sólo se apoya en ella. A su vez, estos nuevos valores servirán de soporte a otros e interactuarán con ellos, tal como sucedió con sus predecesores.

No puede ser de otro modo. Es obvio que la técnica de Montejo revele lo mismo que sus contenidos más profundos: se contenta el vate con rumiar los significados. Claro es que continuamente está encontrando Montejo nuevas expresiones, pero nunca deja de retroceder hasta las más viejas. Busca con tales artes, perfeccionarlos todos a la vez que los hace jugar entre sí. Recuerda perfectamente el poeta al malabarista que comienza su número haciendo volar dos pelotas y luego, gradualmente, va incorporando más y más. Y a todas hace volar con igual presteza.

Así pues, los elementos que el poeta ha utilizado anteriormente se conjugarán y se entrelazarán siempre en sus libros posteriores. Es como si una especie de eco quedara resonando no sólo en el escritor, sino también en el hombre. De tal modo, serán recurrentes imágenes como el caballo, la silla, el árbol, la casa... y tantos otros: admito que no corresponde a este trabajo hacer una puntillosa relación ni un recuento exhaustivo acerca de cuáles temas se tocan y cuáles se dejan de lado. Se trata solamente de contar cuáles serán los faros de la producción del poeta.

Es constante esta forma de trabajar. Al tiempo que las ideas anteriores son tratadas, comienza el poeta a introducir otros signos inéditos: suele suceder que mientras se van desarrollando nuevos argumentos, que a partir de su “estreno” poético van a comenzar a ser tratados independientemente y tendrán nuevas significaciones en sí mismos.

Ahora bien, no debe entenderse esta multiplicidad temática como una señal de poca cohesión entre los poemarios, sino sólo de encontrar las convergencias reeditadas a través de los años.Piénsese por ejemplo en este fragmento, proveniente de un poema titulado “La Cigarra”. 
De la cigarra, animal melancólico, / insecto de líricos hábitos, / sólo nos queda la ceniza / y anillos secos en los árboles (Algunas Palabras).
Es natural que este cuarteto de versos nos remita, indefectiblemente, a la “Partitura de la Cigarra”, donde se reedita este tema y sus muchas implicaciones 
La cigarra y su lámpara sónica / alumbra hasta incendiarse / hasta que deja su cuerpo reseco / a la intemperie, entre las ramas de los árboles / (...) / Queda en el viento su ceniza cantora / que se dispersa ya inaudible / hasta que su rumor regrese en otro cuerpo, / en otro vuelo de sus alas (Partitura de la Cigarra). 
Es para recordar que entre ambos poemarios median unos veinticinco años. Y sin embargo, las búsquedas poéticas se mantienen intactas, sobreviviendo al tiempo. Es notable, también, que las imágenes se hallan fundidas: la cigarra ha aparecido –no por coincidencia– junto al árbol. Pero sobre este signo volveremos luego.

Sirve bien este ejemplo para demostrar cuán difícil resulta separar las imágenes unas de otras. Cada uno de los libros de Eugenio Montejo propone al lector una serie –aparentemente infinita, de tanto que crece con el transcurrir del tiempo– de elementos y de signos constantemente renovados. Por ello, a pesar de que todos los libros mantienen el mismo tono (ora triste y nostálgico, como los primeros, ora sereno y tranquilo como los más recientes) los hilos constructores se hallan más en plan de sujetar compactamente los temas que formando una urdimbre por sí mismos.

Sin embargo, para lograr la total inteligencia de los afanes poéticos –¿y vitales también?– de este literato, es imprescindible hacer un breve recorrido por lo más resaltante de su obra: si hemos visto ya el cómo, detengámonos ahora en el qué. 

Pentateuco
He aquí, pues, que ha llegado el momento de explorar el gran quinteto de cifras montejianas: la casa, la silla, el caballo, las voces de los ancestros y el árbol. Sobre todo el árbol. Burgos (1995:49) “la intuición del artista tiende a manifestarse siempre de modos nuevos en la belleza sin que corra jamás –si se trata de una verdadera intuición– el peligro de repetirse o agotarse porque su fuente es un trascendental que contiene una riqueza inextinguible

La casa remite a dos ideas distintas: en primer lugar se refiere a los conceptos de seguridad, tranquilidad y –evidentemente el más importante– la noción de familia. El ambiente íntimo y casero se encontrará siempre presente en toda la obra de Montejo. Y no sólo en sus poemarios: el hermoso libro –mitad ensayo, mitad autobiografía- El Taller Blanco se inicia y toma su nombre a partir de los recuerdos que guarda el poeta. La casa, ya lo dijimos, traduce invulnerabilidad y resguardo. Pero esa sensación de refugio proviene, en ocasiones, no de la casa en cuanto vivienda material sino también de la marca de abrigo vital que, indefectiblemente, proviene de la mujer. Y nótese bien: la mujer. No una en especial, sino la mujer en abstracto. Es decir, celebra el poeta que el solo acercamiento a la idea de lo femenino es capaz de provocar el más intenso de los sosiegos.Piénsese en este fragmento.  
En la mujer, en lo profundo de su cuerpo / se construye la casa, / entre murmullos y silencios. / Hay que acarrear sombras de piedras, / leves andamios, / imitar a las aves. / Especialmente cuando duerme / y en el sueño sonríe / -nivelar hacia el fondo / no despertarla, / seguir el declive de sus formas, / los movimientos de sus manos (Terredad). 
La casa, sin embargo, no siempre es hermosa: a veces es la casa deshabitada que se derrumba, la casa un tanto fantasmal que todos llevamos a cuestas. Es también esa irremediable carencia de la niñez y de ese pacífico estado, presente en todas las personas. Así lo demuestra este trozo: 
¿De quién es esta casa que está caída? / ¿De quién eran sus alas atormentadas? / Hay una puerta con ojos de caballo / y flancos secos en la brida muerta / de su aldaba (Muerte y Memoria). 
o por ejemplo este otro: 
Entro en la casa agreste / recubierta con periódicos viejos, / de oblicuos muros donde declina el viento / (...) / Aquí al azar con que me albergo / mi poesía se reconoce / en la humildad de esta casa de piedra (Algunas Palabras)
De este modo, también el autor canta a esa infancia, a esos recuerdos siempre vivos –y revividos en y por la escritura– con el eterno aderezo de la nostalgia.

La silla parte también del concepto de quietud. La silla sugiere lo estático, lo silencioso. Hace ella pensar, inequívocamente, en la inmovilidad de la muerte, en lo que se detiene para nunca más seguir, la inercia final a lo que todo está condenado. Veámoslo claramente en estas líneas:
¿Qué está claveteado en esta silla / sobre su rugoso cuero, bajo sus patas, / para que aceche aquí un peligro tan fuerte? (Muerte y Memoria). 
Ese peligro que acecha fuertemente no es otro que la posibilidad de llegar a la última inmovilidad. Y es que lo petrificado no representa para Montejo la serenidad ni la paz; o al menos es esa la impresión que deriva de la imagen del asiento. De tal modo, salvo la que proviene de la serenidad viva de los árboles, para el poeta la quietud es algo altamente temible, porque recuerda la parálisis, la espera del fin inevitable.

La señal equina remite a lo indómito, a lo que está en constante movimiento, a lo que es imposible detener. Tal quería también –y, por lo pertinente es imposible dejar de mencionarlo– el inmenso García Lorca, que con tanta insistencia también la utiliza. El caballo es, pues, algo que no se identifica con lo desbocado en sí, sino con lo que de desbocado tienen los recuerdos, lo impredecible de las reminiscencias: el pasado, con todas sus cargas de vivencias y de sentidos, constituye algo de lo que no sólo no puede uno librarse, sino también algo que resulta absolutamente imposible de vaticinar. Escuchemos estos versos: 
El viento te lleva lo que escribo / en su posta de noche y de caballo (Muerte y Memoria). 
O valen también estas líneas: 
Seré un cadáver inocente / contemplativo inmóvil de mis restos / aunque a pesar mío suene a réquiem / aquel llanto en la sombra sin nadie / en los cascos del viejo caballo (Muerte y Memoria). 
El pasado, lo que se evoca –voluntariamente o no– resiste toda prueba: puede él pasar inviernos y arideces y seguir incólume. El poeta intuye, sin embargo, que acaso ello sea –precisamente– la mayor fuerza (¿y utilidad?) de lo pretérito: su fortísima capacidad para servir de santo y seña, su magnífica posibilidad para funcionar como identificación permanente.   
En el próximo pueblo hay un rostro / al que he conocido hace siglos, / salvo la lluvia y el polvo / salvo el tacto en los espejos, / me reconocerá por el caballo / y los cascos llenos de nieve (Muerte y Memoria). 



2. El signo arbóreo 

Llegamos así al centro de este trabajo, al núcleo de estas líneas: el árbol. La planta es, dentro de toda la obra montejiana, un símbolo que indefectiblemente produce una resonancia de estoicismo. No puede uno dejar de pensar en cómo los árboles parecen tener esa capacidad para saber resistir, erguidos, todos los avatares que la vida, y acaso también la muerte, puedan presentar. Téngase por modelo este fragmento:
y los árboles majestuosos, / estremecidos en sus follajes oscuros / soportan los fragores de los truenos / como quien oye graznar sus aves familiares (Élegos). 
El árbol es silencio, es paciencia. El árbol es, inclusive, certidumbre. Por eso sabe esperar, por eso siempre se mantiene quedo y firme: 
Se movió el mundo, no mis ramas, / me quedé tenso ante los días / como un volatinero. / (... ) / Estoy donde los vientos me dejaron / sin renegar de mis dioses… (Terredad). 
Por otro lado, es el árbol una encrucijada: él dirige no sólo a lo vertical y a lo que se eleva, sino además a lo que cala hondo y extiende sus raíces, a lo que sale al mundo pero al mismo tiempo se mantiene aferrado al suelo. El árbol es, pues, dentro del vasto imperio de las emociones, el dejo de espiritualidad –¿y ascetismo?– que puebla la voz del autor. 
Los árboles de mi edad / a quienes igualaba de tamaño / ya son más altos que mi cuerpo / y menos solitarios / (...) / Sé que vinimos juntos a la vida, / la hemos amado sol a sol / y piedra a piedra, / bajo flor o palabra hemos buscado a Dios / cada uno en su sueño… (Terredad).
Hablan poco los árboles, se sabe. / Pasan la vida entera meditando / y moviendo las ramas (Algunas Palabras).
Entonces no cabe duda que el signo arbóreo ha sido una de las más caras brújulas de Montejo. La planta y su silencio, su estoico modo de permanecer en pie y recibir cuanto pueda venir de los elementos exógenos, ha estado presente siempre, señera, dentro de la obra. Tanto es así que, a veces, el árbol no es el protagonista del poema, no es su médula, pero es él quien le otorga a todo el conjunto textual la más contundente de las fuerzas. Téngase como ejemplo estos versos: 
La lluvia no se ve. Sólo sus ojos / absortos resplandecen / siguiendo al buey que ara lejano / y a los árboles mudos / que oyen el viento (Terredad).
Todo está aquí clarísimo: el árbol –y la imagen prácticamente inédita del buey– adquiere su vigor máximo si se tiene en cuenta lo súbito de su aparición, ya al final del poema. 
Yo palpo / la intermitencia de las arboladuras / su fuego girante, delirante…(Élegos).
La planta también funciona como encadenador de signos, como vínculo y eslabón entre elementos que, de otro modo, serían poco menos que irreconciliables. Así lo demuestran estas líneas: 
Tengo un pacto sentimental con la madera / (...) / Tengo amistad con el azul a que se abrían / entre inmóviles árboles (Muerte y Memoria).
Es probable que, salvo por la presencia unificadora del árbol, poco en común hubieran tenido la madera y el cielo. Pero allí estaba el signo arbóreo para ligar conceptos aparentemente disímiles: al entrar él en escena, lo vegetal y lo celestial pueden encontrar un punto de fusión.

En otras ocasiones el signo arbóreo se encuentra en plural: el bosque no hace más que ratificar y afianzar las apariciones del árbol en singular. 
En los bosques de mi antigua casa / oigo el jazz de los muertos (Élegos).
O pueden verse estas líneas, donde lo vegetal quiere unirse con lo humano: 
En el bosque, quien no ha logrado ser un árbol, / sólo puede llegar a ser parte del otoño (Terredad).
El árbol es, finalmente, el hombre mismo, el poeta mismo. Existe entre la planta y el ser humano un vínculo fundamental e ineludible, de tanto que ambos se asemejan. No sólo porque –como ya citamos antes– a veces hombre y planta tienen igual edad, sino también igual búsqueda. El tiempo, que rota y retorna infinitamente une a los humanos y a los vegetales, de allí su familiaridad. 
Pero los más sentimentales no son verdes, / ni siquiera son árboles / sino hombres que viajan por amor a su aldea. / La vida es su color, el tiempo / que dispersa sus hojas… (Terredad).



Por qué hay que leer a Eugenio Montejo
Seis escritores venezolanos explican por qué hay que adentrarse en su obra.

Por DANIEL FERMÍN/Diario EL UNIVERSAL 2013


María Antonieta Flores: "La poesía de Montejo es una poesía que conmueve"

Leer un poema de Montejo es acercarse a la claridad del agua, a un idioma vivo, exigente. Es una poesía que conmueve. En estos tiempos, el lector necesita ser con-movido, pues la desconexión, la banalidad y la superficialidad lo devoran. Si una atmósfera define su escritura, es el amanecer y por lo tanto nos ofrece esperanza. En su poesía está la palabra de alguien que siempre se está despidiendo de la vida con serenidad. Y esa despedida constante de la vida, es un asidero para un lector, un ciudadano, que ha aprendido mucho la cercanía de la muerte, la inseguridad, la fragilidad que sin razón y con violencia marcan nuestros días. En un país tan necesitado de reconstruir el sentido de la paz y del respeto del discurso y el de la palabra, la poesía de Montejo es compañía necesaria.

Alexis Romero: "La obra de Montejo es una inevitable obligación"

La obra de Eugenio Montejo es una de las inevitables obligaciones espirituales y verbales de quien aspire a comprender y ejercer un modo de vida universal. Es una lección sobre por qué el único, verdadero y profundo paisaje es todo aquello que gotea antiguo y silencioso de la conversación del espíritu y el tiempo. De Marina Tsvietáieva, nos dejó una ley bondadosa: Ser contemporáneos, no actuales: atender la memoria, no las modas. Oír legados, no ruidos. Acatar la Trinidad de la Belleza de la Realidad: un plan, un sentimiento, una tradición. Que nos hiciéramos del hábito de sentir las tensiones públicas y privadas de nuestro país. Así la lengua se colmaría de historia y realidad: la placenta del sentimiento. Así comprenderíamos por qué "La lengua es la verdadera piel del hombre".

Luis Belmonte: "'Terredad' nos haría mejores ciudadanos"

Si me preguntaran por qué habría que leer a Eugenio Montejo, yo diría que hay que seguir leyéndolo porque su poesía transmite la dicha de una secreta complicidad con el mundo, celebración de lo más fraterno entre los hombres y las cosas. Porque registra el grito de los gallos, y el Gallo es un símbolo profundo del amanecer, de la esperanza. Porque se trata de una poesía cívica, pues establece un vínculo solidario con los trasuntos de la vida urbana. Leer atentamente Terredad podría hacernos mejores ciudadanos, quizás por la vía del reconocimiento de una mutua cortesía. Porque con su serena caligrafía (¿y su ternura?) la poesía de Eugenio Montejo nos ayuda a descifrar el alfabeto del mundo para confirmar, entre esos signos, nuestra propia terredad.

Igor Barreto: "Sus poemas son como dispositivos musicales"

Es un poeta clásico Montejo, y esto prematuramente. Ya ha comenzado a ser releído y dichos repasos de la crítica arrojan nuevos ángulos y aristas. En fin la construcción de un universo que lleva su nombre. Para mí sus poemas son como dispositivos musicales, hay siempre un verso inicial inolvidable: "¿Qué puede una mesa sola/ contra la redondez de la tierra?"; y un final que concluye un desarrollo melódico intenso y breve. También podemos agregar la claridad de una escritura que nos sujeta con la unidad castellana, sin las fronteras del nacionalismo de mala catadura del atornillado y vulgar emperador. Sus poemas detonan una interlocución inmediata con el lector, su imaginario nos programa con astucia, atrapando nuestros sentidos amorosamente. Pero siempre con gran comedimiento: termino y mesura.

Miguel Marcotrigiano: "Sus poesía amorosa es de lo mejor"

Una de las aventuras más riesgosas que puede asumir un poeta es la escritura de poemas de amor. El mismo Montejo se refierió en alguna oportunidad acerca del peligro que entrañaba esta empresa. El tema amoroso siempre está al alcance de la mano, pero de igual forma los desnucaderos que implican los lugares comunes y las frases fáciles que acuden a nuestra mente, de manera inevitable, cuando abordamos tan manida temática. En la obra de Montejo conseguimos de lo mejor que en poesía venezolana se ha escrito en estas lides. Papiros amorosos, recoge una excelente muestra de lo que acá se afirma. Esto, apenas, es una de las tantas razones por las que, cuando de poesía se trata, no podemos soslayar la lectura de su obra.

Ruth Hernández: "Eugenio es el paisaje mismo"

Leer a Eugenio el que duerme, que no duerme, leerlo escuchando bachianas o fados. Leer El taller blanco en cada taller de poesía, despedirnos con él del siglo XX y atravesar la puerta del XXI de la mano de un esclavo habitado por palabras. Leer a Eugenio y abrazar cada árbol cuando nos hablan de comunicación de masas y globalización. Leerlo y comprender esa exactitud de la que nos habla Calvino, la exactitud de quien escribe con un amigo al lado, un diccionario. La partida de Eugenio eclipsó la poesía venezolana. Pero los eclipses no duran mucho. En cualquier rincón salta un heterónimo que sueña con escribir con el rumor del viento, dejándote saber que lo más importante de Eugenio se quedó con nosotros. Eugenio es el paisaje mismo, en él nos unimos, a nuestra tierra, a la poesía, al poeta.



Obra poética

§                     Elegos (1967)

§                     Muerte y memoria (1972)

§                     Algunas palabras (1977)

§                     Terredad (1978)

§                     Trópico absoluto (1982)

§                     Alfabeto del mundo (1986)

§                     Adiós al Siglo XX (1992)

§                     Partitura de la cigarra, Editorial Pre-Textos, Valencia, 1999.

§                     Papiros Amorosos, Editorial Pre-Textos, Valencia, 2002.
§                     Fábula del escriba, Editorial Pre-Textos, Valencia, 2006.(El último libro de poemas de Montejo)
§                     Guitarra del Horizonte (1991). Bajo el heterónimo de Sergio Sandoval
§                     El Hacha de Seda (1995). Bajo el heterónimo de Tomás Linden
§                     Chamario (2003). Bajo el heterónimo de Eduardo Polo



Ensayos

§                     La ventana oblicua (1974)

§                     El taller blanco (1983)

§                     El cuaderno de Blas Coll, Editorial Pre-Textos, Valencia, 1981. 






enlaces de interés:


http://poeticas.es/?p=800
http://amediavoz.com/montejo.htm
http://www.letraslibres.com/index.php?sec=22&autor=Eugenio%20Montejo











Los Arboles/Eugenio Montejo 

Hablan poco los árboles, se sabe.
Pasan la vida entera meditando
y moviendo sus ramas.
Basta mirarlos en otoño
cuando se juntan en los parques:
sólo conversan los más viejos,
los que reparten las nubes y los pájaros,
pero su voz se pierde entre las hojas
y muy poco nos llega, casi nada.

Es difícil llenar un breve libro
con pensamiento de árboles.
Todo en ellos es vago, fragmentario.
Hoy, por ejemplo, al escuchar el grito
de un tordo negro, ya en camino a casa,
grito final de quien no aguarda otro verano,
comprendí que en su voz hablaba un árbol,
uno de tantos,
pero no sé qué hacer con ese grito,
no sé cómo anotarlo.


 Abrazando a un árbol centenario y enorme en la plaza del Hatillo, que me dijo tantas cosas...25/7/2010


(Te amo Montejo)