En busca del Niño Jesús
Esa mañana Juan José se
levantó decidido a fugarse de la escuela aprovechando el momento de la confusión
y la algarabía en el patio tras sonar el timbre del recreo escolar; y así lo
hizo.
Se acercaba diciembre y
el sol iluminaba el pueblo, sus fachadas y sus calles con ese particular color
oro viejo de la estación que anuncia la llegada del solsticio invernal, dándole
al lugar una apariencia mágica como la de una postal, la misma magia que año
tras año le hacía fantasear a Juan José con la inquietante incertidumbre por
saber - y mas ahora que contaba sus primeros 8 años- ¿En dónde está el Niño Jesús?
Una vez jubilado de la
escuela se dirigió a la calle Real donde la otrora casa mas bella del pueblo, la
del doctor Venancio Ayala, que aún se mantenía en pie, era adornada por Doña
Rita y sus hijas Ana Cecilia y María Rosa como tradicionalmente lo hacían para la
pascua de navidad y que a pesar de estar cayéndose a pedazos su fachada, sin mano
nueva de pintura en años y sus frisos descascarillados; ellas colgaban animadas
en las ventanas y el portón restos de guilindajos descoloridos,
querubines sin alas y bambalinas roídas de ratón
— ¿Adónde vas porai
muchacho si apenas es media mañana?, lo emplazó Doña Rita
— ¿No fuiste a la
escuela hoy? Dile a tu abuela que mañana le llevo la ropa para planchar.
Juan José apuró el
paso, para eludir justificaciones, no sin antes embelesarse con la luz del sol
envejecido reflejándose en la cabellera al viento de la menor de las hijas, María
Rosa, quien con una mirada cómplice le sonrió
— Es que ando en busca
del Niño Jesús, mi señora
— Ja, ja, ja,
estallaron en risa las niñas, mientras cuchicheaban entre ellas y la madre las
veía con cara de reproche
— ¿Cómo que en busca
del Niño Jesús mijo, si diciembre recién entra y falta bastante para el
veinticuatro?
— Dicen las malas
lenguas que esa es su manía año tras año por estas fechas mamá; dijeron a la
par Ana Cecilia y María Rosa; las únicas niñas del pueblo que no asistían a la
escuela porque eran educadas por maestros privados.
— Nadie entiende por qué lo busca, si el niño
está ahí acostadito en su pesebre esperando por la medianoche del veinticuatro para
traernos los regalos, pero al parecer, él no lo ve; comentó Ana Cecilia
— ¡Ah, cosas de
muchachos! y ustedes dos vayan pa’ dentro a buscar mas bambalinas.
Juan José siguió su
camino calle abajo hasta donde la bodega del señor Juvencio Pulgar; atrás en el
patio de la casa, su mujer remojaba en una palangana todas las imágenes del Nacimiento
que armarían el fin de semana cuando llegaran sus nietos de Caracas
— ¿Hola Juan José, que
te trae por aquí?
— Ando en busca del
Niño Jesús, mi señora
— ¡Mira tú, pues! llegas
en buen momento, si estás sin oficio, ayúdame un rato a terminar de lavar a los
Reyes Magos, la mula y el buey, que si lo haces bien dejo que bañes al Niño
Jesús a quien tengo guardado en una caja aparte adentro de la casa.
Juan José se turbó, excusándose
con una cortés mentira cruzando la calle en dirección a la iglesia.
En el ala izquierda del
templo se escuchaba el clavicordio triste y destemplado del señor Agustín, un
viejo italiano que llegó al pueblo en los tiempos de la emigración europea por
la Segunda Guerra Mundial, trayendo consigo no mas equipaje que su clavicordio;
desde la misma fecha, previa audición del Párroco del pueblo, éste consintió en
que tocara en los oficios de la iglesia los fines de semana, encargándose
además de la música para la navidad. En esta oportunidad ensayaba los
acostumbrados acordes para los villancicos que preparaba para acompañarse con el
coro de la iglesia
— Ciao bambino che ti porta qui
— Hola señor Agustín
ando en busca del Niño Jesús
— il bambino Jesús sta nel cielo,
vedono a cantare un po' con me
— Ahora no mi señor, mi
abuela me espera
Mientras se retiraba
caminando entre los bancos de la iglesia y se persignaba debidamente ante cada
santo -como lo enseñó su abuela-, asomó las narices en la casa parroquial; ahí
terminaba de armar el Nacimiento la Hermana Alejandrina y justo cuando esta
colocaba al Niño en el pesebre, le saludó
— Buen día Hermana
La Hermana tomada por
sorpresa de su abstracción procedió con una pulcra inmediatez a tapar con una
tela blanca la imagen del Niño, al mismo momento que le decía:
— No seas mal educado
Juan José, no puedes entrar aquí sin anunciarte
— Es que ando en busca
del Niño Jesús, Hermana, ¡Ud. disculpe!
— No puedes verle aún;
espéralo en tu casa en la Nochebuena
— Disculpe una vez más
pero, ¿Puedo preguntarle algo?
— Depende de si tengo
la respuesta, replicó ella
— ¿Es el Niño Jesús ese
que usted oculta debajo del manto blanco?
— ¡No!, él no está
aquí, no ha nacido todavía; confirmó la religiosa con indiscutible autoridad.
De Juan José se apoderó
entonces un desconcierto jamás sentido, y en su perplejidad se quedó mirando un
rato el crucifijo de plata que colgaba sobre el pecho de la Hermana, como
esperando la respuesta verosímil que lo trajera de vuelta del limbo en el que
lo dejó la última frase tajante de la monja, cosa que no ocurrió; pero una vez
que aquella, al sentirse observada largamente por él, lo mandara para su casa,
Juan José volvió en sí y dándose media vuelta salió del lugar. Ya en la calle, en
el preciso instante en que sonaban las once campanadas y media de la iglesia,
fue sorprendido por un viento inusitado y muy fuerte que lo atrapó por un
instante que él sintió eterno, girando dentro de un torbellino, dejándolo lleno
de tierra y hojas de los pies a la cabeza; sacudido el polvo del rostro y las
ropas, retomó el camino a casa, ésta vez caminando por el medio de la calle,
entre los carros y bicicletas que transitaban por su lado, sonando las cornetas
llamando su atención, para que se apartara de la calzada, pero él nada escuchó;
luego del revolcón del torbellino lo inundó una sensación de repentina madurez
que lo mantenía deslumbrado, entretenido; vagando por las calles y rincones del
pueblo sin sensación del tiempo ni espacio.
En las ventanas de la
casa del doctor Juvencio Ayala ya titilaban bajo el inclemente sol las luces
intermitentes de navidad recién colgadas y detrás de una de ellas, la niña
María Rosa le aguardaba sonriéndole una vez más; haciendo que la fachada de la
antigua casa recobrara el esplendor de otras épocas.
En el patio del señor
Juvencio Pulgar, su mujer, colocaba las imágenes del Nacimiento ya lavadas sobre
una mesa para que se secaran al sol, entre las cuales no se encontraba la del
niño Jesús; en la iglesia el clavicordio del señor Agustín ya no se escuchaba tan
triste, acompañado de las voces del coro ensayando los villancicos y el timbre
de la escuela abría las puertas de par en par exactamente a las doce del
mediodía, dejando salir a la muchachera hambrienta corriendo para sus casas.
De pronto Juan José
sintió aclaradas todas sus incertidumbres, tan claras como las tripas, que
muertas de hambre, se le retorcían en la panza; y aligerando los pasos llegó a
casa dónde lo esperaba su abuela
— Juan José, ¡Por fin
llegas! ¿Por dónde andabas distraído y perdiendo el tiempo?
— Estaba en busca del
Niño Jesús, abuela
— ¡Bah! muchacho tonto,
ya tienes 8 años, déjate de pendejadas
—Tienes razón, abuela, no
lo encontré por ningún lado; y es que no tengo por qué buscarlo.
Afuera el viento fuerte
que momentos atrás lo había arrollado aún rondaba por las calles del pueblo sacudiendo
el polvo y las telarañas del lugar; azotando también a las nubes que comenzaban a correr hasta
desaparecer mientras el Sol se acercaba al cénit y el calor apretaba. Una
humedad prodrómica anunciaba la llegada de una tormenta y casi inmediatamente
unos latigazos metálicos -que golpeaban el cielo retumbando en los oídos- espantaron
al gato y a las gallinas en el patio; la abuela se levantó de la mesa para
darle una última mirada a la olla en el fogón y le dijo:
— ¿Ves lo que pasa por
la curiosidad y la buscadera?
— Si, abuela
Los truenos siguieron retumbando
en el horizonte y sobre el techo de zinc, una lluvia de escasísimas gotas
empezó a caer alborotando aún más el calor
— Viene una tormenta
seca, replicó la abuela
— Entra pa’ dentro ¡Ya!,
Juan José y cierra bien la puerta y las ventanas, cuando la tormenta es seca,
se pelean El Diablo y La Sayona, y no quiero escuchar sus gritos
— Si, abuela
— ¡Ah! Y busca el
catecismo que está en el baúl, ya hablé con el Padre Pan y el lunes comienzas
la catequesis para la primera comunión de mayo.
Juan José se dirigió
entonces al cuarto arrastrando una silla para alcanzar el viejo baúl que la
abuela tenia encima del escaparate, una vez abierto éste y mientras buscaba
entre telas, fotos, papeles y documentos el viejo catecismo familiar, con el
cual habían recibido la Primera Comunión anteriores generaciones; encontró un
bojotico primorosamente envuelto en una manta blanca, y teniendo la certeza de cual
era su contenido guardado con tanto recelo, se sintió tentado a abrirlo, más el
latido desbocado de su corazón que encegueció su visión por la emoción tras el tesoro
hallado, no lo dejó. En ese instante desde la cocina una vez más gritó su
abuela:
— ¡Juan José! saca
también del baúl la mantita blanca de tapar al Niño Jesús para plancharla porque
pronto llegará la Nochebuena!
El tan solo atinó a
decir
—Si, abuela
Emilia
Lee
Derechos
Reservados/Copyright
2019